CAPITULO
I
IRENE
Debí tener unos 6 años cuando experimente una maldición extraña en mi cabeza. Había sido como nada antes. Una sensación que marcaría mi vida para siempre; seria como un vicio, una frustración, una incógnita, un Arte. Esa misteriosa sanación que viene de esa fiera que da luz a la vida y también al pecado.
Después de los quehaceres del hogar, por ahí por las 1 o 2 de la tarde, cuando el sol mata a la ciudad y deja todo en silencio, solíamos juntarnos, mi hermano, Irene y yo a intentar jugar. Nada de juego había en aquellas malévolas acciones, ya que siempre tendíamos a inventar una vaina que tenga que ver con peligro, que nos exponga a ser castigados por mi mama o ser visto por un vecino, o más bien que ocurra algo negativo; por ejemplo, Una vez bañamos de gasolina un tronco en el patio y le dimos fuego, al ser mi patio como un barranco, el tronco salio rodando hacia abajo, donde había una herrería. El tronco bajo y por suerte no incendio más que un monte que estaba entre el barranco y la empresa. Acciones como estas nos entretenía. Nos daba miedo, emoción, placer.
Una tarde de esas, lluvia fuertemente y decidimos hacer algo “menos atrevido”; decidimos optar por jugar El Escondio, un juego popular en la niñez de los dominicanos de mi generación y el cual seria uno de mis juegos favoritos en la época. Irene dijo a mi hermano ” te toca a ti, porque tu eres el ma chiquito”, y así fue, a pesar de su orgullo y su desencanto por ser contador, cedió e inicio su cuenta hasta diez. Mientras yo buscaba mi escondite entre la sombra de una mesa, Irene me agarro por un brazo y suavemente y con cierta autoridad me dijo “ven por aquí, vamo a enconderno junto” y la seguí hasta el closet de mami, el que nadie nunca penetraba porque mami odiaba que le pongan mano a sus cosas, además, solo Irene y mami tenían la llave. Cuando estábamos allí, en plena oscuridad, me moría de nervios. Nunca jugué este juego con una niña y mucho menos me había escondido con ella. Repentinamente me abrazo, y con una voz seductora y traviesa me dijo al oído “ta’te tranquilo, no digas nada para que Pedrito no nos oiga”. Cuando me dijo eso ya no era nervio que sentía, era una fuerza inexplicable que dejaba al lado todo sentido de juicio y me inspiraba arrodillarme ante ella y hasta besarle los pies si era posible. Ahí comenzó lo que seria mi primer y más grande pecado. Ahí sentí por primera vez lo que llaman romance. Yo no lo sentí así, ni sabía como se llamaba o como se explicaba, solo sabía que estaba malhecho, que me gustaba y que bajo ningún concepto debía decirle a mi mama ni a nadie. Esto era arrogante; Era el pecado más grande de todos: no solo era una acción una acción con maléficos propósitos, sino una fuerza demoníaca que te inspiraba a todo; era como un portal hacia todos los pecados. Maldito era lo que no fui capaz de hacer bajo sus brazos! Allí nos pasábamos largos ratos escondidos mientras mi hermano lloraba de desesperación por no saber donde estábamos, la llave de aquella recamara de mi madre, donde estaba el armario. Nos abrazábamos, enredados, pretendiendo hacer cositas que realmente no hacíamos, pero que si sentíamos muy profundamente. Si, era experiencia demoníaca: Yo era Irene cuando estaba en sus brazos, y ella no era yo, era solo Irene: la representación mas vil de todos los pecados: era una Mujer…
Las mujeres son fieras malditas, orientadas de la maldad e inspiradas por la sutileza. La mujer, sólo el diablo sabe lo que es; yo no lo sé en absoluto
Dostoevsky